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fuentes: http://cai.xtreemhost.com/otros/weil_supresion.zip y http://www.ddooss.org/articulos/textos/Simone_Weil.htmCitar: Notas sobre la supresión general de los partidos políticos Simone WeilTexto incluido en los Ècrits de Londres et demières lettres
("Escritos de Londres y otras cartas"), Éditions Gallimard, 1957.
Fechado entre diciembre de 1942 y abril de 1943. Los epígrafes en
números romanos son de esta edición. ILa
palabra partido tiene aquí el significado que tiene en el continente
europeo. La misma palabra en los países anglosajones designa una
realidad completamente diferente. Tiene su raíz en la tradición inglesa y
no es transplantable. Un siglo y medio de experiencia lo demuestra
suficientemente. En los partidos anglosajones hay un elemento de juego,
de deporte, que solo puede existir en una institución de origen
aristocrático; todo es serio en una institución que es, en su origen,
plebeya. La idea de partido no entraba en la concepción política
francesa de 1789, a no ser como un mal que había que evitar. Pero
existió el club de los jacobinos. Al principio sólo era un lugar de
libre discusión. Lo que lo transformó no fue ninguna especie de
mecanismo fatal. Fue únicamente la presión de la guerra y de la
guillotina lo que lo convirtió en un partido totalitario.Las luchas de las facciones bajo el Terror estuvieron gobernadas por la idea tan bien formulada por Tomski:
«Un partido en el poder y todos los demás en prisión». Así pues, en el
continente europeo el totalitarismo es el pecado original de los
partidos.La herencia del Terror, por un lado, y la influencia
del ejemplo inglés, por otro, instalaron a los partidos políticos en la
vida pública europea. El hecho de que existan no es motivo suficiente
para conservarlos. Solo el bien es un motivo legítimo de conservación.
El mal de los partidos políticos salta a la vista. El problema que hay
que examinar es si hay en ellos un bien mayor que el mal, que haga que
su existencia sea deseable.Pero sería más adecuado preguntarse:
¿Hay en ellos una parcela, aunque sea infinitesimal, de bien? ¿No son
acaso mal en estado puro o casi?Si son algo malo, está claro que
de hecho y en la práctica solo podrán producir el mal. Es un artículo
de fe. «Un buen árbol jamás dará malos frutos, ni un árbol podrido
buenos frutos».Pero primero hay que reconocer cuál es el criterio del bien.Solo puede ser la verdad, la justicia, y, en segundo lugar, la utilidad pública.La
democracia, el poder de los más, no son bienes. Son medios con vistas
al bien, estimados eficaces con razón o sin ella. Si la República de
Weimar, en lugar de Hitler, hubiera decidido por vías rigurosamente
parlamentarias y legales meter a los judíos en campos de concentración y
torturarlos con refinamiento hasta la muerte, las torturas no habrían
tenido ni un átomo de legitimidad más de la que ahora tienen. Ahora
bien, algo parecido a esto no es totalmente inconcebible.Solo lo que es justo es legítimo. El crimen y la mentira no lo son en ningún caso. Nuestro ideal republicano procede enteramente de la voluntad general de Rousseau.
Pero el sentido de esta noción se perdió casi de inmediato, porque es
compleja y demanda un alto grado de atención. Dejando de lado algunos
capítulos, pocos libros son tan hermosos, fuertes, lúcidos y claros como
lo es El contrato social. Se dice que pocos son los libros que han
tenido tanta influencia. Pero de hecho todo sucedió y sucede como si no
hubiera sido leído nunca.Rousseau partía de dos evidencias. Una,
que la razón discierne y elige la justicia y la utilidad inocente, y
que todo crimen tiene como móvil la pasión. Otra, que la razón es
idéntica en todos los hombres, frente a las pasiones, que, casi siempre,
difieren. En consecuencia si, sobre un problema general, cada uno
reflexiona en soledad y expresa una opinión, y si después se comparan
las opiniones entre sí, probablemente coincidirán por el lado justo y
razonable de cada una y diferirán por las injusticias y los errores.
Únicamente en virtud de un razonamiento de este tipo se admite que el
consensus universal indica la verdad.La verdad es una. La
justicia es una. Los errores, las injusticias son indefinidamente
variables. De esta manera, los hombres convergen en lo justo y lo
verdadero, y en cambio la mentira y el crimen los hacen divergir
indefinidamente. Puesto que la unión es una fuerza material, se puede
esperar encontrar en ella un recurso para hacer que la verdad y la
justicia sean aquí abajo materialmente más fuertes que el crimen y el
error. Se precisa un mecanismo conveniente. Si la democracia constituye
tal mecanismo, es buena. Si no, no.Una voluntad injusta, común a
toda la nación, no era en absoluto superior, a ojos de Rousseau —y
tenía razón—, a la voluntad injusta de un hombre. Rousseau pensaba, tan
solo, que casi siempre una voluntad común de todo un pueblo era, de
hecho, conforme con la justicia, por neutralización mutua y compensación
de pasiones particulares. Ese era para él el único motivo de preferir
la voluntad del pueblo a una voluntad particular.Asimismo una
cierta masa de agua, aun cuando compuesta de partículas que se mueven y
chocan sin cesar, se encuentra en equilibrio y reposo perfectos.
Devuelve a los objetos sus imágenes con verdad irreprochable. Indica
perfectamente el plano horizontal. Dice sin error la densidad de los
objetos sumergidos.Si individuos apasionados, empujados por la
pasión al crimen y a la mentira, se componen del mismo modo formando un
pueblo verídico y justo, entonces es bueno que el pueblo sea soberano.
Una constitución democrática es buena si, primero, realiza en el pueblo
ese estado de equilibrio, y si, solo después, hace que las voluntades
del pueblo sean ejecutadas.El verdadero espíritu de 1789
consiste en pensar no que algo es justo porque el pueblo lo quiere, sino
que, bajo ciertas condiciones, la voluntad del pueblo tiene más
posibilidades que ninguna otra voluntad de ser conforme a la justicia.Hay
varias condiciones indispensables para poder aplicar la noción de
voluntad general. Dos deben retener particularmente la atención.Una
es que, en el momento en que el pueblo toma conciencia de una de sus
voluntades y la expresa, no hay ninguna especie de pasión colectiva.Es
del todo evidente que el razonamiento de Rousseau se desmorona en
cuanto hay pasión colectiva. Rousseau lo sabía perfectamente. La pasión
colectiva es un impulso al crimen y a la mentira infinitamente más
poderoso que cualquier pasión individual. Los malos impulsos, en este
caso, lejos de neutralizarse, se elevan mutuamente a la milésima
potencia. La presión es casi irresistible si no se es un auténtico
santo.Un agua a la que una corriente violenta, impetuosa, pone
en movimiento ya no refleja los objetos, ya no tiene una superficie
horizontal, ya no indica las densidades. E importa muy poco que sea
movida por una única corriente o por cinco o seis que se entrechocan y
forman remolinos. En ambos casos, se encuentra igualmente turbada.Si
una sola pasión colectiva se apodera de todo un país, el país entero es
unánime en el crimen. Si dos, cuatro, cinco o diez pasiones colectivas
lo dividen, está dividido en varias bandas de criminales. Las pasiones
divergentes no se neutralizan, como sucede en el caso de un sinfín de
pasiones individuales fundidas en una masa; el número es demasiado
pequeño, la fuerza de cada una es demasiado grande para que pueda darse
la neutralización. La lucha las exaspera. Se entrechocan con un ruido
verdaderamente infernal que hace imposible que se oiga, ni por un
segundo, la voz de la justicia y de la verdad, siempre casi
imperceptible.Cuando hay pasión colectiva en un país, es
probable que una voluntad particular cualquiera esté más cerca de la
justicia y de la razón que la voluntad general, o más bien que lo que
constituye su caricatura.La segunda condición es que el pueblo
tenga que expresar su voluntad respecto de los problemas de la vida
pública y no solo elegir a las personas. Y aún menos una elección de
colectividades irresponsables. Pues la voluntad general no tiene ninguna
relación con una tal elección.Si hubo en 1789 una cierta
expresión de la voluntad general, aun cuando se adoptara el sistema
representativo a falta de saber imaginar otro, es porque hubo algo
bastante diferente de las elecciones. Todo lo que había de vivo a través
de todo el país —y el país se desbordaba de vida— había intentado
expresar un pensamiento mediante el órgano de los Cahiers de revendication
["Cuadernos de reivindicación"]. Los representantes se habían hecho
conocer, en gran parte, en el curso de esa cooperación en el
pensamiento; conservaban su calor; sentían que el país estaba atento a
sus palabras, celoso de vigilar si traducían exactamente sus
aspiraciones. Durante algún tiempo —poco tiempo— fueron verdaderamente
simples órganos de expresión para el pensamiento público.Semejante
cosa no se volvió a producir nunca más. Enunciar estas dos condiciones
muestra que nunca hemos conocido nada que se asemeje, ni de lejos, a una
democracia. En lo que nombramos con ese nombre, el pueblo no ha tenido
nunca la ocasión ni los medios de expresar un parecer sobre un problema
cualquiera de la vida pública; y todo lo que escapa a los intereses
particulares se deja para las pasiones colectivas, a las que se alimenta
sistemática y oficialmente.IIEl mismo uso de las palabras democracia y república obliga a que se examine con atención extrema los dos problemas siguientes:¿Cómo
darles de hecho, a los hombres que componen el pueblo de Francia, la
posibilidad de expresar a veces un juicio sobre los grandes problemas de
la vida pública?¿Cómo impedir, en el momento en el que se interroga al pueblo, que a través suyo circule cualquier pasión colectiva? Si no se piensa en esos dos puntos, es inútil hablar de legitimidad republicana.Las
soluciones no son fáciles de concebir. Pero es evidente, tras un examen
atento, que cualquier solución implicaría en primer lugar la supresión
de los partidos políticos.Para valorar a los partidos políticos
según el criterio de la verdad, de la justicia, del bien público,
conviene comenzar discerniendo sus características esenciales.Se pueden enumerar tres:Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva.
Un partido político es una organización construida de tal modo que
ejerce una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los
seres humanos que son sus miembros.La primera finalidad y, en
última instancia, la única finalidad de todo partido político es su
propio crecimiento, y eso sin límite.Debido a este triple
carácter, todo partido político es totalitario en germen y en
aspiración. Si de hecho no lo es, es solo porque los que lo rodean no lo
son menos que él.Estas tres características son verdades de hecho, evidentes para cualquiera que se haya aproximado a la vida de los partidos.La
tercera es un caso particular de un fenómeno que se produce allí donde
el colectivo domina a los seres pensantes. Es la inversión de la
relación entre fin y medio. En todas partes, sin excepción, todas las
cosas generalmente consideradas como fines son, por naturaleza, por
definición, por esencia, y de la manera más evidente, únicamente medios.
Se podría citar tantos ejemplos como se quisiera en todos los campos.
Dinero, poder, Estado, grandeza nacional, producción económica, diplomas
universitarios; y muchos más.Solo el bien es un fin. Todo lo
que pertenece al dominio de los hechos es del orden de los medios. Pero
el pensamiento colectivo es incapaz de elevarse por encima del dominio
de los hechos. Es un pensamiento animal. Posee la noción de bien solo lo
suficiente como para cometer el error de tomar tal o cual medio por el
bien absoluto. Y eso es lo que sucede con los partidos: un partido es,
en principio, un instrumento para servir a una cierta concepción del
bien público.Esto es cierto incluso de aquellos que están
vinculados a los intereses de una categoría social, pues siempre existe
una cierta concepción del bien público, en virtud de la cual habría
coincidencia entre el bien público y esos intereses. Pero esa concepción
es extremadamente vaga. Esto es verdad sin excepción y casi sin
diferencia de grados. Los partidos más inconsistentes y los más
estrictamente organizados son iguales por lo vaga que es su doctrina.
Ningún hombre, aun cuando hubiere estudiado profundamente la política,
sería capaz de una exposición precisa y clara respecto de la doctrina de
ningún partido, incluido, si se diera el caso, del suyo propio.Las
gentes no se confiesan esto a sí mismas en absoluto. Si se lo
confesaran, estarían ingenuamente tentadas de verlo como un signo de
incapacidad personal, por no haber reconocido que la expresión «doctrina
de un partido político» no puede jamás, por la naturaleza de las cosas,
tener significado alguno.Un hombre, aunque pase toda su vida
escribiendo y examinando problemas de ideas, solo raramente tiene una
doctrina. Una colectividad no la tiene jamás. No es una mercancía
colectiva. Se puede hablar, cierto es, de doctrina cristiana, doctrina
hindú, doctrina pitagórica, etc. Lo que se designa entonces con esa
palabra no es ni individual, ni colectivo; es una cosa situada
infinitamente por encima de este o aquel nivel. Es, pura y simplemente,
la verdad.La finalidad de un partido político es algo vago e
irreal. Si fuera real, exigiría un esfuerzo muy grande de atención, pues
una concepción del bien público no es algo fácil de pensar. La
existencia del partido es palpable, evidente, y no exige ningún esfuerzo
para ser reconocida. Así, es inevitable que de hecho sea el partido
para sí mismo su propia finalidad.En consecuencia hay idolatría, pues solo Dios es legítimamente una finalidad para sí mismo. La
transición es fácil. Se pone como axioma que la condición necesaria y
suficiente para que el partido sirva eficazmente a la concepción del
bien público con vistas a la cual existe es que posea una gran cantidad
de poder.Pero ninguna cantidad finita de poder puede jamás, de
hecho, ser mirada como suficiente, sobre todo una vez obtenida. El
partido se encuentra, de hecho, debido a la ausencia de pensamiento, en
un estado continuo de impotencia que atribuye siempre a la insuficiencia
del poder de que dispone. Aun cuando fuera el dueño absoluto del país,
las necesidades internacionales serían las que impondrían límites
estrechos.De este modo, la tendencia esencial de los partidos es
totalitaria, no solo en lo que respecta a una nación, sino en lo que
respecta al globo terrestre. Precisamente porque la concepción del bien
público propia -de tal o cual partido es una ficción, algo vacío, sin
realidad, es- por lo que impone la búsqueda del poder total. Toda
realidad implica por sí misma un límite. Lo que no existe en absoluto no
es jamás limitable.Por eso es por lo que hay afinidad, alianza entre el totalitarismo y la mentira. Mucha
gente, cierto es, nunca piensa en el poder total; ese pensamiento les
daría miedo. Es vertiginoso, se precisa una especie de grandeza para
sostenerlo. Esa gente, cuando se interesa por un partido, se contenta
con desear su crecimiento; pero como algo que no comporta ningún límite.
Si este año hay tres miembros más que el año pasado, o si la colecta ha
conseguido cien francos más, están contentos. Pero desean que eso
continúe indefinidamente en la misma dirección. Jamás concebirían que su
partido pudiera tener, en ningún caso, demasiados miembros, demasiados
electores, demasiado dinero.El temperamento revolucionario
conduce a concebir la totalidad. El temperamento pequeño-burgués conduce
a instalarse en la imagen de un progreso lento, continuo y sin límite.
Pero en ambos casos el crecimiento material del partido deviene el único
criterio respecto del cual se definen el bien y el mal de todas las
cosas. Exactamente como si el partido fuera un animal al que hay que
engordar, y como si el universo hubiera sido creado para hacerlo
engordar.No se puede servir a Dios y a Mammon. Si se tiene un criterio del bien distinto al bien, se pierde la noción del bien.Desde
el momento en que el crecimiento del partido constituye un criterio del
bien, se sigue inevitablemente la existencia de una presión colectiva
del partido sobre el pensamiento de los hombres. Esa presión se ejerce
de hecho. Se muestra públicamente. Se confiesa, se proclama. Nos
horrorizaría, de no ser porque la costumbre nos ha endurecido.Los
partidos son organismos públicos, oficialmente constituidos de manera
que matan en las almas el sentido de la verdad y de la justicia.Se
ejerce la presión colectiva sobre el gran público mediante la
propaganda. La finalidad confesada de la propaganda es persuadir y no
comunicar luz. Hitler vio perfectamente que la propaganda es siempre un
intento de someter a los espíritus. Todos los partidos hacen propaganda.
El que no la hiciera desaparecería por el hecho de que los demás sí la
hacen. Todos confiesan que hacen propaganda. Nadie es tan audaz en la
mentira como para afirmar que se propone la educación del público, que
forma el juicio del pueblo.Los partidos hablan, cierto es, de
educación de los que se les han acercado, simpatizantes, jóvenes, nuevos
adherentes. Esa palabra es una mentira. Se trata de un adiestramiento
para preparar la influencia mucho más severa que el partido ejerce sobre
el pensamiento de sus miembros.Supongamos que un miembro de un
partido —diputado, candidato a diputado, o simplemente militante—
adquiera en público el siguiente compromiso: «Cada vez que examine
cualquier problema político o social, me comprometo a olvidar
absolutamente el hecho de que soy miembro de tal grupo y a preocuparme
exclusivamente de discernir el bien público y la justicia.» Ese lenguaje
sería muy mal acogido. Los suyos, e incluso muchos otros, lo acusarían
de traición. Los menos hostiles dirían: «Entonces, ¿para qué se ha
afiliado a un partido?», confesando de esta manera ingenua que, cuando
se entra en un partido, se renuncia a buscar únicamente el bien público y
la justicia. Ese hombre sería excluido de su partido, o por lo menos
perdería la investidura; seguramente no sería elegido.Pero aún
más, ni siquiera parece posible que un lenguaje así se use. De hecho,
salvo error, jamás ha sido usado. Si se han pronunciado algunas palabras
próximas a esas, sólo lo hicieron hombres deseosos de gobernar con el
apoyo de otros partidos distintos del suyo. Tales palabras sonaban
entonces como una especie de afrenta al honor.Por el contrario,
se considera totalmente natural, razonable y honorable que alguien diga:
«Como conservador... —o como socialista— pienso que...».Esto,
cierto es, no lo hacen sólo los partidos. No se sonroja quien dice:
«Como francés, pienso que...», «Como católico, pienso que...». Unas
jovencitas, que se proclamaban vinculadas al gaullismo como equivalente
francés del hitlerismo, añadían: «La verdad es relativa, incluso en
geometría». Estaban tocando el punto central.Si no hay verdad,
es legítimo pensar de tal o cual manera en tanto uno es tal o cual cosa.
Del mismo modo que se tiene el cabello negro, castaño, rojizo o rubio
porque se es así, también se emiten tales o cuales ideas. El
pensamiento, como el cabello, es entonces el producto de un proceso
físico de eliminación. Si se reconoce que hay una verdad, solo está
permitido pensar lo que es verdadero. Entonces se piensa tal cosa no
porque se da el caso de que de hecho uno es francés, o católico, o
socialista, sino porque la luz irresistible de la evidencia obliga a
pensar así y no de otra manera. Si no hay evidencia, si hay duda,
entonces es evidente que, en el estado de conocimientos del que se
dispone, la cuestión es dudosa. Si existe una débil probabilidad de un
lado, es evidente que hay una débil probabilidad; y así con todo lo
demás. En todos los casos, la luz interior concede siempre a cualquiera
que la consulte una respuesta manifiesta. El contenido de la respuesta
es más o menos afirmativo; importa poco. Siempre es susceptible de
revisión; pero ninguna corrección puede llevarse a cabo a no ser
mediante la luz interior.Si un hombre, miembro de un partido,
está absolutamente decidido a ser fiel, en todos sus pensamientos, tan
solo a la luz interior y a nada más, no puede dar a conocer esa
resolución a su partido. Entonces se encuentra respecto del partido en
estado de mentira. Es una situación que solo puede ser aceptada a causa
de la necesidad, que obliga a estar en un partido para tomar parte
eficazmente en los asuntos públicos. Pero entonces esa necesidad es un
mal y hay que ponerle fin suprimiendo los partidos.Un hombre que
no ha adoptado la resolución de fidelidad exclusiva a la luz interior
instala la mentira en el centro mismo del alma. Las tinieblas interiores
son su castigo.Sería un intento vano salir de esa situación
mediante la distinción entre libertad interior y disciplina exterior.
Pues hay que mentir entonces al público, hacia el que todo candidato,
todo elegido, tiene una obligación particular de verdad.Si me
planteo decir, en nombre de mi partido, cosas que estimo contrarias a la
verdad y a la justicia, ¿voy a indicarlo en una advertencia previa? Si
no lo hago, miento.De esas tres formas de mentira —al partido,
al público, a uno mismo— la primera es con mucho la menos mala. Pero si
la pertenencia a un partido obliga siempre y en todos los casos a la
mentira, la existencia de los partidos es absolutamente,
incondicionalmente, un mal.Era frecuente ver en los anuncios de
reuniones: El señor X expondrá el punto de vista comunista (sobre el
problema que era objeto de la reunión). El señor Y expondrá el punto de
vista socialista. El señor Z expondrá el punto de vista radical.¿Cómo
lograban esos desgraciados conocer el punto de vista que debían
exponer? ¿A quién podían consultar? ¿A qué oráculo? Una colectividad no
tiene lengua ni pluma. Los órganos de expresión son todos individuales.
La colectividad socialista no reside en ningún individuo. Tampoco la
colectividad radical. La colectividad comunista reside en Stalin, pero
está lejos; no se le puede telefonear antes de hablar en una reunión.No,
los señores X, Y y Z se consultaban a sí mismos. Pero como eran
honestos, se ponían primero en un estado mental especial, un estado
parecido a aquel en el que tantas veces les había puesto la atmósfera de
los medios comunista, socialista, radical. Si, habiéndose puesto en ese
estado, uno se deja llevar por sus reacciones, se produce naturalmente
un lenguaje conforme a los «puntos de vista» comunista, socialista,
radical. A condición, claro está, de prohibirse rigurosamente cualquier
esfuerzo de atención con vistas a discernir la justicia y la verdad. Si
se llevara a cabo ese esfuerzo, se correría el riesgo de —colmo del
horror— expresar un «punto de vista personal». Pues, hoy en día, la
tensión hacia la justicia y la verdad es vista como algo que responde a
un punto de vista personal.Cuando Poncio Pilatos le preguntó a
Cristo: «¿Cuál es la verdad?», Cristo no respondió. Había respondido ya
por adelantado cuando dijo: «He venido a testimoniar a favor de la
verdad».Solo hay una respuesta. La verdad son los pensamientos
que surgen en el espíritu de una criatura pensante, únicamente,
totalmente, exclusivamente deseosa de verdad.La mentira, el
error —palabras sinónimas— son los pensamientos de los que no desean la
verdad y de los que desean la verdad y algo más. Por ejemplo, desean la
verdad y además la conformidad con tal o cual pensamiento establecido.Pero
¿cómo desear la verdad sin saber nada de ella? Ese es el misterio de
los misterios. Las palabras que expresan una perfección inconcebible
para el hombre —Dios, verdad, justicia— pronunciadas interiormente con
deseo, sin asociarlas a concepción alguna, tienen el poder de elevar el
alma y de inundar de luz. Deseando la verdad en el vacío y sin intentar
adivinar de entrada el contenido es como se recibe la luz. En eso
consiste todo el mecanismo de la atención.IIIEs
imposible examinar los problemas increíblemente complejos de la vida
pública estando atento a la vez, por un lado, a discernir la verdad, la
justicia, el bien público, y por otro, a conservar la actitud que
conviene a un miembro de tal grupo. La facultad humana de la atención no
es capaz simultáneamente de las dos preocupaciones. De hecho todos se
quedan con una y abandonan la otra.Pero ningún sufrimiento le
espera a quien abandona la justicia y la verdad. En cambio, el sistema
de partidos comporta las penalizaciones más dolorosas por
insubordinación. Penalizaciones que alcanzan a casi todo —la carrera,
los sentimientos, la amistad, la reputación, la parte exterior del
honor, incluso a veces la vida familiar—. El partido comunista ha
llevado el sistema hasta la perfección.Incluso en el que
interiormente no cede, la existencia de penalizaciones falsea
inevitablemente el discernimiento. Pues si quiere reaccionar contra la
influencia del partido, esa voluntad de reacción es ella misma un móvil
ajeno a la verdad y del que hay que desconfiar. Pero también la
desconfianza; y así con todo. La atención verdadera es un estado tan
difícil para el hombre, tan violento, que cualquier turbación personal
de la sensibilidad basta para obstaculizarla. Y de ahí la obligación
imperiosa de proteger, tanto como sea posible, la facultad de
discernimiento que se tiene en sí mismo, contra el tumulto de las
esperanzas y de los temores personales.Si un hombre hace
cálculos numéricos muy complejos, sabiendo que se le azotará cada vez
que obtenga como resultado un número par, su situación es muy difícil.
Algo de dentro de la parte carnal del alma le empujará a dar una ayudita
a los cálculos para obtener siempre un número impar. Queriendo
reaccionar, se arriesgará a encontrar un número par incluso donde no
hace falta. Presa de esta oscilación, su atención ya no está intacta. Si
los cálculos son tan complejos que exigen por su parte la plenitud de
la atención, es inevitable que se equivoque muy a menudo. De nada
servirá que sea muy inteligente, muy valiente, muy celoso de la verdad.¿Qué
debe hacer? Es muy simple. Si puede escapar de las manos de esa gente,
que le amenaza con el látigo, debe escapar. Si hubiera podido evitar
caer en sus manos, debería haberlo evitado.Eso mismo sucede con los partidos políticos.Cuando
hay partidos en un país, más tarde o más temprano el resultado es un
estado de hecho tal que es imposible intervenir eficazmente en los
asuntos públicos sin entrar en un partido y jugar el Juego. Cualquiera
que se interese por lo público desea interesarse eficazmente. Por lo que
quienes se inclinan por la preocupación hacia el bien público, o
renuncian a pensar en ello y se orientan hacia otra cosa, o pasan por el
aro de los partidos. En este caso también eso les causa preocupaciones
que excluyen la del bien público.Los partidos son un maravilloso
mecanismo en virtud del cual, a lo largo de todo un país, ni un solo
espíritu presta su atención al esfuerzo de discernir, en los asuntos
públicos, el bien, la justicia, la verdad. El resultado es que —a
excepción de un pequeño número de circunstancias fortuitas— solo se
deciden y se ejecutan medidas contrarias al bien público, a la justicia,
a la verdad. Si se le confiara al diablo la organización de la vida
pública, no podría imaginar nada más ingenioso.Si la realidad ha
sido un poco menos sombría, es porque los partidos aún no lo habían
devorado todo. Ahora bien, de hecho, ¿ha sido un poco menos sombría?,
¿no era exactamente tan sombría como el cuadro esbozado aquí?, ¿no lo
han mostrado los acontecimientos?Hay que admitir que el
mecanismo de opresión espiritual y mental propio de los partidos ha sido
introducido en la historia por la Iglesia católica en su lucha contra
la herejía.Un convertido que entra en la Iglesia —o un fiel que
delibera consigo mismo y decide permanecer— ha percibido en el dogma
algo de verdad y de bien. Pero al atravesar el umbral profesa al mismo
tiempo no ser alcanzado jamás por los anathema sit, es decir, acepta en
bloque todos los artículos llamados «de fe estricta». Esos artículos no
los ha estudiado. Incluso con un alto grado de inteligencia y de
cultura, una vida entera no bastaría para ese estudio, puesto que
implica el estudio de las circunstancias históricas de cada condena.¿Cómo adherirse a afirmaciones que no se conocen? Basta con someterse incondicionalmente a la autoridad de donde emanan.Es
ese el motivo por el que santo Tomás sólo quiere sostener sus
afirmaciones mediante la autoridad de la Iglesia, excluyendo cualquier
otro argumento. Pues, dice él, no hace falta nada más para quienes la
aceptan; y ningún argumento persuadiría a quienes la rechazan.En
consecuencia la luz interior de la evidencia, esa facultad de
discernimiento concedida desde arriba al alma humana como respuesta al
deseo de verdad, es desechada, condenada a tareas serviles, como hacer
sumas, excluida de todas las investigaciones relativas al destino
espiritual del hombre. El móvil del pensamiento ya no es el deseo
incondicionado, no definido, de la verdad, sino el deseo de conformidad
con una enseñanza establecida de antemano.Que la Iglesia fundada
por Cristo haya, de esta manera y hasta tal punto, asfixiado el
espíritu de la verdad —y si, a pesar de la Inquisición, no lo ha hecho
del todo es porque la mística ofrecía un refugio seguro— es una trágica
ironía. Ha sido señalada a menudo. Pero se ha reparado menos en otra
ironía igualmente trágica. Y es que el movimiento de revuelta contra la
asfixia de los espíritus en el régimen inquisitorial tomó una
orientación tal que prosiguió la obra de asfixia de los espíritus.La
Reforma y el humanismo del Renacimiento, doble producto de aquella
revuelta, contribuyeron ampliamente a suscitar, después de tres siglos
de maduración, el espíritu de 1789. El resultado ha sido, después de un
cierto plazo, nuestra democracia fundada en el juego de los partidos, en
la que cada uno es una pequeña Iglesia profana, armada con la amenaza
de la excomunión. La influencia de los partidos ha contaminado toda la
vida mental de nuestra época.Un hombre que se afilia a un
partido seguramente ha percibido, en la acción y la propaganda de ese
partido, cosas que le han parecido justas y buenas. Pero jamás ha
estudiado la posición del partido respecto a todos los problemas de la
vida pública. Al entrar en el partido, acepta posiciones que ignora. De
esa manera somete su pensamiento a la autoridad del partido. Cuando,
poco a poco, conozca esas posiciones, las admitirá sin examen.Es
exactamente la situación del que se adhiere a la ortodoxia católica
concebida como hace santo Tomás. Si un hombre dijera, al pedir su carnet
de miembro: «Estoy de acuerdo con el partido en tal y tal y tal punto;
no he estudiado sus otras posiciones y me reservo la opinión mientras no
las haya estudiado», se le rogaría sin duda que volviera en otro
momento.Pero de hecho, salvo raras excepciones, un hombre que
entra en un partido adopta dócilmente la actitud de espíritu que
expresará más tarde con estas palabras: «Como monárquico, como
socialista, pienso que...». ¡Es tan cómodo! Porque no es pensar. No hay
nada más cómodo que no pensar.En cuanto a la tercera
característica de los partidos, a saber, que son máquinas de fabricar
pasión colectiva, está claro que no necesita probarse. La pasión
colectiva es la única energía de la que disponen los partidos para la
propaganda exterior y para la presión ejercida sobre el alma de cada
miembro.Se admite que el espíritu de partido ciega, vuelve sordo
a la justicia, empuja incluso a gente honesta al encarnizamiento más
cruel contra inocentes. Se admite, pero no se piensa en suprimir los
organismos que fabrican tal espíritu.Sin embargo se prohíben los estupefacientes. A
pesar de ello hay gente adicta a los estupefacientes. Pero aun habría
más si el Estado organizara la venta de opio y cocaína en todas las
tabacaleras, con carteles publicitarios que animaran a los consumidores.IV
La conclusión es que la institución de los partidos parece
efectivamente constituir un mal más o menos sin mezcla alguna. Son malos
en cuanto a su principio, y sus efectos son, en la práctica, malos.La
supresión de los partidos sería un bien casi puro. Es eminentemente
legítima en principio, y en la práctica solo parece susceptible de
efectos buenos.Los candidatos no dirán a los electores: «Tengo
tal etiqueta» —lo que, prácticamente, no dice en rigor nada al público
sobre su actitud concreta respecto a los problemas concretos—, sino:
«Pienso tal y tal y tal cosa respecto de tal y tal y tal problema».Los
electores se asociarán y se disociarán según el juego natural y
cambiante de las afinidades. Puedo perfectamente estar de acuerdo con el
señor A sobre la colonización y en desacuerdo con él sobre la propiedad
campesina; e inversamente con el señor B. Si se habla de colonización,
iré, antes de la sesión, a charlar un poco con el señor A; si se habla
de propiedad campesina, con el señor B.La cristalización
artificial en partidos coincidía tan poco con las afinidades reales que
un diputado podía estar en desacuerdo, en todas las actitudes concretas,
con un colega de su partido, y de acuerdo con un hombre de otro
partido. ¡Cuántas veces, en Alemania, en 1932, un comunista y un nazi
que discutían en la calle se han visto arrastrados por el vértigo mental
al constatar que estaban de acuerdo en todos los puntos!Fuera
del Parlamento, del mismo modo que existirían revistas de ideas, habría,
naturalmente, alrededor de ellas algunos círculos. Pero estos círculos
deberían ser mantenidos en estado de fluidez. Es la fluidez la que hace
distinto del partido a un círculo de afinidad y le impide tener una mala
influencia. Cuando se frecuenta amistosamente al que dirige tal
revista, a los que escriben a menudo, cuando uno mismo escribe, se sabe
que se está en contacto con el círculo de esa revista. Pero uno mismo no
sabe si pertenece a esa revista; no hay una distinción neta entre el
dentro y el fuera. Más lejos están los que leen la revista y conocen a
uno o dos de los que escriben. Más lejos, los lectores habituales que
extraen de ella inspiración. Más lejos, los lectores ocasionales. Pero a
nadie se le ocurriría pensar o decir: «En tanto vinculado a tal
revista, pienso que...».Cuando algunos colaboradores de una
revista se presentan a las elecciones, les debe estar prohibido invocar
la revista. A la revista le debe estar prohibido dar una investidura, o
ayudar ya sea directa o indirectamente a su candidatura, o incluso
mencionarla.Todo grupo de «amigos» de tal revista debería estar prohibido.Si
una revista impide a sus colaboradores, bajo pena de ruptura, colaborar
con otras publicaciones cualesquiera, debe ser suprimida en cuanto los
hechos estén probados. Ello implica un régimen de prensa que haga
imposibles publicaciones con las que es deshonroso colaborar (tipo Gringoire, Marie Claire, etc.). Cada
vez que un círculo intente cristalizarse dando un carácter definido a
la cualidad de miembro, habrá represión penal cuando el hecho parezca
probado. Claro está, habrá partidos clandestinos. Pero sus miembros
tendrán mala conciencia. Ya no podrán hacer profesión pública de
servilismo de espíritu. No podrán hacer ninguna propaganda en nombre del
partido. El partido ya no podrá mantenerlos en una red sin salida de
intereses, sentimientos y obligaciones.Cada vez que una ley es
imparcial, equitativa y está basada sobre un punto de vista del bien
público fácilmente asimilable por el pueblo, debilita todo lo que
prohíbe. Lo debilita solo por el hecho de existir, e independientemente
de las medidas represivas que intentan asegurar su aplicación. Esta
majestad intrínseca de la ley es un factor de la vida pública que ha
sido olvidado desde hace mucho tiempo y que hay que utilizar.No
parece haber inconvenientes con la existencia de partidos clandestinos
que no existieran ya en un grado más elevado con los partidos legales.
De manera general, un examen atento no deja ver en ningún sentido
inconvenientes de ninguna clase para la supresión de los partidos.Debido
a una paradoja singular, las medidas de este tipo, que no encierran
inconvenientes, son de hecho las que menos posibilidades tienen de ser
tomadas. Se dice: si fuera tan simple, ¿por qué no se ha llevado a cabo
ya hace tiempo?Sin embargo, generalmente, las grandes cosas son fáciles y simples.Ésta
extendería su virtud de saneamiento mucho más allá de los asuntos
públicos. Pues el espíritu de partido ha llegado a contaminarlo todo.
Las instituciones que determinan el juego de la vida pública influyen
siempre en un país sobre la totalidad del pensamiento a causa del
prestigio del poder. Se ha llegado a no pensar casi en absoluto en
ningún asunto si no es tomando posición «a favor» o «en contra» de una
opinión. Después se buscan argumentos, según el caso, sea a favor, sea
en contra. Es exactamente la transposición de la adhesión a un partido.Del
mismo modo que en los partidos politicos hay demócratas que admiten
varios partidos, así en el dominio de las opiniones las gentes de
amplias miras reconocen un valor a las opiniones con las que dicen estar
en desacuerdo.Es haber perdido del todo el sentido mismo de lo verdadero y de lo falso.Otros,
habiendo tomado posición a favor de una opinión, no consienten en
examinar nada que le sea contrario. Es la transposición del espíritu
totalitario.Cuando vino Einstein a Francia, todas las gentes
pertenecientes a un medio más o menos intelectual, incluidos los
científicos, se dividieron en dos campos, a favor y en contra. Todo
pensamiento científico nuevo tiene en los medios científicos sus
partidarios y sus adversarios, animados unos y otros, hasta un grado
detestable, por el espíritu de partido. Por otra parte, hay en esos
medios tendencias, capillas, en un estado más o menos cristalizado.En
el arte y la literatura aún es más visible. Cubismo y surrealismo han
sido una especie de partidos. Se era «gideano» como se era
«maurrasiano». Para tener un nombre es útil estar rodeado de una
pandilla de admiradores animados por el espíritu de partido.Por
las mismas, no había una gran diferencia entre el apego a un partido y
el apego a una Iglesia o bien a una actitud antirreligiosa. Se estaba a
favor o en contra de la creencia en Dios, a favor o en contra del
cristianismo, y así con todo. Se ha llegado incluso a hablar de
militantes en asuntos de religión.Incluso en las escuelas, ya no
se sabe estimular de otra manera el pensamiento de los niños si no es
invitándoles a tomar partido a favor o en contra. Se les cita una frase
de un gran autor y se les dice: «¿Estáis de acuerdo o no? Desarrollad
vuestros argumentos». En el examen, los desgraciados, puesto que tienen
que haber terminado la disertación al cabo de tres horas, no pueden
pasar más de cinco minutos preguntándose si están de acuerdo. Y sería
tan sencillo decirles: «Meditad este texto y expresad las reflexiones
que se os ocurran».Casi en todas partes —e incluso, a menudo,
debido a problemas puramente técnicos— la operación de tomar partido, de
tomar posición a favor o en contra, ha substituido a la obligación de
pensar. Se trata de una lepra que se ha originado a partir de los medios
políticos y se ha extendido, a través de todo el país, a la casi
totalidad del pensamiento.Es dudoso que se pueda remediar esta lepra que nos mata sin antes suprimir los partidos políticos. Citar: Contribución a una evaluación crítica del texto (por Roi Ferreiro, del CICA)No
entraré a hacer una valoración del pensamiento de Simone Weil a raiz de
su evolución intelectual y "militante". A quien esto le interese podrá
encontrar sin dificultad una información biográfica general. Sólo
señalaré que hay en ella la típica contradicción entre una fuerte y
luminosa intuición acerca de las profundidades del desarrollo histórico y
las luchas sociales, y una forma de pensar demasiado rígida y
desprovista de los elementos de experiencia y juicio históricos, lo que
lleva a la incapacidad para llegar a nuevas perspectivas y sólo permite
proyectar esas intuiciones de una manera esencialmente destructiva:
criticando violentamente las formas de pensar (para el caso, el marxismo
"en sí") avanzadas y desarrollando especulaciones más o menos
idealistas, en un intento infertil de resolver teóricamente lo que no se
es capaz de proyectar prácticamente. Además, Weil está claramente
influenciada por el fracaso de las experiencias revolucionarias y del
movimiento obrero de su tiempo -con las que tuvo algún contacto
estrecho-, con lo que adopta una posición similar a la de los
postmodernistas de los años 70 -razón por la cual, en el desierto de
ideas de la vieja izquierda, sus escritos han cobrado nueva actualidad
en tiempos recientes-.Pasemos ahora al análisis de este texto.
En él, Weil trata el problema de los partidos desde un punto de vista
puramente espiritual y enmarcado en la sociedad burguesa -la francesa en
concreto-. Los puntos flojos de su argumentación radican en que no
tiene en cuenta las causas sociales subyacentes a la emergencia de los
partidos, ni el problema de la "dirección" en la lucha de clases y la
revolución social.La formación de los partidos políticos
comienza con las diferentes necesidades concretas de los individuos y
grupos sociales. Los partidos son una mediación, una forma de actividad,
orientada a traducir las necesidades sociales en acciones políticas
conscientes. Pero, al mismo tiempo, la forma partido implica una serie
de rasgos, propios de la división social del trabajo en la sociedad de
clases. Por tanto tenemos, por un lado la necesidad de los distintos
sectores o grupos sociales de expresar sus necesidades divergentes y de
promover su realización; por otro, el partido político como la forma de
organización específica que adopta esa actividad en la sociedad de
clases y que alcanza su máximo desarrollo en la democracia burguesa. El
primer aspecto no puede suprimirse, sino que solamente, y sobre la base
de una identidad potencial de intereses (determinada por las relaciones
sociales), es posible promover una convergencia hacia la unidad política
inclusiva. Pero, al mismo tiempo, esta unidad no sólo implica una
diversidad de necesidades concretas -por más que sean, en el caso de las
clases sociales, en esencia comunes-, sino también una diversidad de
formas de conciencia acerca de las mismas, la cual determina su
objetivación mental en la forma de intereses sociales conscientes. Esta
multiplicidad inmanente no puede suprimirse y tiene que encontrar sus
cauces de expresión. En este sentido, existen "partidos obreros" (en
plural) y puede existir un gran "partido de la clase obrera" (como
unidad política de la clase misma en la acción), que no sean en esencia
otra cosa que agrupamientos de afinidad basados en objetivos prácticos
comunes. La cuestión es que estos agrupamientos -en su aspecto de
pluralidad, pues es imposible que la clase como un todo se organice como
un partido, en ese caso dejaría evidentemente de tener sentido tal
forma- no tienen necesariamente que adoptar la forma de partidos
políticos, con sus características esencialmente autoritarias y
alienantes.En toda esta evaluación la reflexión de Weil falla y,
en consecuencia, al separarse de estas premisas prácticas, tiende a
adoptar un punto de vista pequeñoburgués, que aproxima sus ideas a veces
peligrosamente a la praxis del fascismo y del estalinismo con sus
"partidos únicos". También hace excesiva referencia a Rousseau,
con lo que, considerando todo lo dicho hasta ahora, su punto de vista
sobre la democracia podría definirse como un intento de corregir los
males funcionales de la democracia burguesa y fundar una democracia
burguesa "ideal". Aquí se inscribe su caracterización puramente negativa
de la "pasión colectiva", recogiendo la oposición de la filosofía
burguesa entre "pasión" y "razón" que, en el fondo, no es falsa, pero sí
una sobresimplicación, pues ambos aspectos son en realidad inseparables
y el problema consiste en encontrar su adecuada integración. (En esta
contraposición trasluce, además, su experiencia personal frustrante en
la Revolución ibérica, con el trabajo industrial y con el movimiento
obrero en general.)Pero más allá de todas estas críticas, el
texto de Weil tiene la gran virtud de excavar en lugares donde,
ciertamente, reina demasiado habitualmente la oscuridad y la hipocresía.
Y, además, si no somos capaces de concebir una democracia burguesa
ideal, ¿cómo seremos capaces de concebir algo todavía superior?
No sobra insistir en que las conclusiones teóricas no sirven de nada si
se quedan en mero ideal y no se integran en la praxis de una democracia
superior y no partidista.
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